31 de desembre 2006

Cuaderno One - Page 37

Nunca me tomé en serio la universidad. Hubo algo de ilusión inicial. Ilusión por mimetismo. Tres años de bachillerato y uno de curso de orientación universitaria, dan para mucho mimetismo. En casa también estaban ilusionados y orgullosos de mí.
Descubrí que solo asistiendo a clases era suficiente. Poco a poco, les introduje el tema de la dificultad de los exámenes, hasta poder servir en bandeja el abandono de la universidad. Aquello era un camino sin salida. Te ibas a convertir en lo que nunca quisiste ser, y además sin darte cuenta. Era un camino sin retorno.
Lo peor era lo mal vista que estaba la disidencia.

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Un día me subí a un tren que no se a donde iba, pero en todo caso me llevaba a un lugar al que no quería ir. Me subí sin saber a donde ir y en el trayecto lo supe y entonces me di cuenta de que aquel no era mi tren. En la desesperación del momento, por el tiempo perdido, por no saber como volver al lugar de partida, por el desgaste emocional y económico, por las influencias del aire que se respiraba en aquel vagón, pensé incluso en tirarme del tren y renunciar a todo. Renunciar a seguir adelante o atrás. Dar por hecho el trayecto, resumirlo todo en lo poco bueno recorrido y pensar que era imposible bajarme de él y una quimera llegar a donde quería. Pero en la tranquilidad que te da la desesperación de las calles sin salida, descubrí la manecilla manual de emergencia. Formando parte del paisaje, nunca había prestado atención en ella, a amenos, que fuera para leer el cartel de advertencia, que, amenazante, hacía campaña en contra del uso de la misma. Me quedé frente a él, una vez más lo leí y levantando mi brazo agarré el tirador con la mano. Estuve unos instantes asiendo el metal y busqué una posición cómoda, como hacen los gimnastas en el aparato de anillas antes de empezar el ejercicio. Encontré la familiaridad de la mano en él y tiré fuertemente hacia abajo. Todo fue muy rápido. En unos instantes me encontraba andando por en medio de un trigal. Mientras me alejaba del tren, los pasajeros miraban intrigados por las ventanas, algunos de ellos gritaban. Parecía que gritaban más porque me había bajado del tren, que por haberlo parado. La disidencia nunca estuvo bien vista.

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Empecé escribiendo por escribir. Después lo hice porque me gustaba mucho leerme. Con el tiempo, sentí la extraña necesidad de ser leído por otros. Imaginé. Les imaginé sentados en tazas de water en la intimidad de sus baños leyéndome y sonriendo.

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Juan pertenece a esa generación cuyos pantalones son siempre enormes embudos de tela en los que enfundan su cuerpo hasta la mitad exacta. Les da igual el tamaño de sus barrigas, sus cuerpos se dividen siempre horizontalmente por la mitad exacta. Si el cinturón no llega, llegan los tirantes. Juan es portero en un viejo edificio de oficinas. Trabaja por las tardes. Al llegar, saca su televisor del armario y se lo instala en el mostrador. Pasa las tardes viendo la tele. A veces se cansa, echa una cabezadita y escucha la radio o juega en la máquina tragaperras del bar de al lado. Parece permanentemente feliz, con su sonrisa ancha y franca, sus pantalones de embudo y sus gafas de concha marrón, enormes, cuya forma me recuerda el viejo televisor en blanco y negro que había en casa de mis padres cuando éramos pequeños, quizás son de la misma época. No se la edad de Juan, pero debe estar a punto de jubilarse. Esta medio sordo y habla chillando, pone la tele muy alta o le da por cantar también chillando. Cuando éramos pequeños nadie decía que de mayor quería ser portero, no se si él tampoco, pero viéndole, no parece una mala elección.

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Leo que, de caer por la borda de un trasatlántico, y según la velocidad media de estos, en lo que tarda el barco en dar la vuelta para recuperar al naufrago, éste ya ha muerto ahogado por efecto de las turbulencias y el tiempo de espera en el agua. Nunca me gustaron los trasatlánticos, pero ahora todavía menos.

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A veces pienso en comprarme un arma y utilizarla sistemáticamente. En la vida diaria me encuentro, en demasiadas ocasiones, con gente que conoce las armas, sabe que están ahí, pero no las ve lo suficientemente cerca como para pensar que son una amenaza. Para ellos, sin amenaza no hay ley. Viven en esa zona libre de armas y también de ley, en que se han convertido las ciudades. Bajo una apariencia de civilización, abundan estos pequeños jodedores de vidas ajenas, que de vez en cuado, deberían saber que la amenaza existe y las armas también.

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El problema de la política es que su primer objetivo es la toma del poder. Después viene todo lo demás, incluso luchar por las desigualdades, pero el primero de ellos es intocable. Ellos tienen el poder y nosotros no.

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Hay gentes que creen en lo que hacen, gentes que no creen en lo que hacen y otros no saben lo que significa creer en algo. No se cuales son los más peligrosos.

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A saber gestionar tus contradicciones se le llama vivir. A no saber hacerlo se le llama sobrevivir.