31 de desembre 2006

Cuaderno One - Page 25

Por la accidentalidad de la vida, primero me casé, luego tuve hijos y más tarde me hice adulto.

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No vamos a poder evitar los coches, el asfalto, los bloques de cemento, el ruido, las guerras, el humo, las discusiones, la ambición, pero podríamos dejar de alimentarlas, dejar de perpetuarlas. No creer en ellas. Soñé que algún día no existirían.

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Siempre me gustaron los deportes llamados minoritarios. ¿Minoritarios respecto a que? Minoritarios respecto a los mayoritarios, los dominantes, los que sigue todo el mundo. Los que gustan de forma mayoritaria. Los conocidos por el gran público. A los que hay que sumarse para pertenecer a la realidad, para no ser un marginado.
Los minoritarios me parecieron siempre más pasionales, no estaban sometidos a la presión de los medios de comunicación ni a la absurda influencia de modas. No eran víctimas del aborregamiento de la gran masa. Las competiciones se desarrollaban en un ambiente completamente distinto, por encima de todo estaba la pasión por el deporte.

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Me encerré. Me aislé de todo. Cerré los ojos e intenté crear algo, pensar en algo por mi mismo sin influencia, sin idea inicial. No pude. Era esclavo de todo lo que era, de todo lo que contenía.

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Tribus urbanas que han perdido el contacto con la civilización. Viven sometidas a los instintos. Viven sometidas a sus instintos. Los instintos ya no son suyos. Los instintos de la ley de mercado. Los instintos de la publicidad. La publicidad barata. El marketing basado en el sexo y poco más. Son realmente primitivos. Infinitamente más que los indígenas del Amazonas. Carecen de valores, creencias y cultura. La visión de la vida no va más allá del coche, las copas, la discoteca, la música con volumen alto, las tetas, fardar con los amigos de lo mucho que follan o de del dinero que les han costado las cosas que poseen. No hay respeto. No existe la palabra en su diccionario, que ha perdido hojas enteras, como los árboles en otoño. Inconscientes de sus limitaciones, siguen caminos marcados que no llevan a ninguna parte. Igual no hay parte, pero de haberla, tampoco les interesa.

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La yaya come. Come con voracidad. Sentada en una silla de plástico en la terraza de un bar, parece que todo le da igual. Este mundo en el que se encuentra, no tiene nada que ver con el que la vio crecer. Las limitaciones, las penurias, los frenos, han quedado ya en el recuerdo. En su recuerdo. Se ha adaptado a todo lo nuevo con la facilidad de un recién llegado. Asume la silla de plástico, la cerveza y el cucurucho de chocolate y vainilla como lo hace un niño de nueve años. Su mirada escudriña todo sin descanso. Sin asombrarse por nada, va a lo suyo. Rellena el tenedor con la punta de los dedos y lo acerca a su boca con la normalidad de los recursos fáciles adquiridos en la supervivencia. ¿Realmente, le da igual todo? Se hace imposible saber lo que piensa. Sigue devorando su helado. Mira a una chica negra. Sin compasión. Con curiosidad. Toda la incompasión y la curiosidad de quien descubre el mundo. No pierde detalle. Su hija toma un poco de su cerveza y la yaya frunce el ceño, comenta algo, se enfada. Reclama lo que es suyo. La comida ha terminado. Toma un sorbo de cerveza. Reposa la cabeza en su mano. Mira. Mira todo. Mira y remira todo. Un niño cae al suelo. Refleja el dolor del tropezón en su cara, sigue con la mirada toda la escena. Ya está resuelto. Mira otra cosa. Vive con la mirada. Su hija comenta algo. Levanta las cejas. Despeja sus ojos. Centra su mirada. Acerca la cabeza como para oír mejor. Recibe el mensaje. Lo procesa. Se ríe. Deja al descubierto sus pequeños dientes. Retorna a su gesto habitual. Recorre sus labios con la lengua. Vuelve a reposar la cabeza. Asiste más como espectadora, que como participante, a la actuación de la vida.

Se levanta. Coge su bastón. Atraviesa la terraza apoyándose en las sillas. Una última mirada al mostrador de helados. Como un niño pequeño. De vuelta a casa. La cama. Dormir. Un día más con la tranquilidad de tener todo hecho.

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La ciudad se estratifica como si de una cadena alimentária se tratara. En la parte superior, los áticos, amplios y con terrazas, bañados de luz y sol, se encuentran las especies superiores. Como en el mar, los delfines, los atunes, disfrutan del sol, del contacto con la superficie. Las plantas también. Mas abajo, la pobreza en luz cambia el paisaje y la fauna. En las profundidades, los pisos bajos, los principales, las porterías, están habitados por los peces más extraños, los más feos. No hay luz. No hay energía. No hay colores. La presión del agua, la presión social, les obliga a moverse poco, muy poco, nada, a permanecer en su condición. Inmóviles, habitan espacios y devoran las comidas que los demás no quieren. La carroña, el paisaje, las perspectivas, el ritmo de vida, son desoladores. Nadie quiere vivir en un bajo. Menos aún en un bajo de un edificio alto. La presión, la profundidad, son muy superiores. Todo el bloque cae encima. El polvo, las pinzas de la ropa, alguna que otra prenda, una pelota, un juguete roto, un bolígrafo, hojas secas, terminan todas en el patio del piso más bajo. Objetos muertos, inútiles, descontextualizados, dibujando el mismo paisaje que en las profundidades marinas. Sus habitantes, de tez blanca, cansados, hambrientos de cielo y sol, asumen su posición en la cadena trófica, asumen su condición de basurero de lo que nadie quiere, de lo que nadie reclama y renuncian a la recogida de los mismos.

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La relatividad del tiempo. Esa fina y extraña percepción de la velocidad o lentitud del mismo. Esa regla de tres. Ese comprobante de calidad con el que nos interrogaban cuando éramos niños. ¿Te pasó el tiempo rápido? Eso quiere decir que te lo pasaste bien. Una máxima. Un axioma. Un teorema. A mayor lentitud, mayor tedio. A mayor diversión, mayor velocidad. ¿Y cuando no existe el tiempo? ¿Y cuando el tiempo es todo de lo que se dispone? ¿Y cuando el tiempo no se parametriza con números? Entonces la relatividad es todavía mayor.

Tengo noventa años. Todo hecho. Todo lo hecho, hecho, todo lo que queda por hacer, ahí se quedará. Las horas no existen. Existe la mañana, la tarde, el atardecer, la siesta, la noche… todo es más relativo. Las horas son absurdas. Las horas en punto todavía más. Voy al bar a jugar al dominó con los amigos. El tiempo no nos importa. Jugamos con él. El tiempo acumulado en cada uno de nosotros. El tiempo compartido. La sucesión de jugadas y partidas en el tiempo.

Cada tarde me encuentro con ellos, con mi tiempo, con nuestro tiempo y acumulamos un poquito más jugando al dominó, conscientes de la relatividad del mismo. Queda lejos ya la pregunta de nuestros padres: ¿Te pasó rápido el tiempo? Ya no importa. Aún conscientes de la finitud de nuestro tiempo, seguimos jugando al dominó. Da igual la velocidad del mismo. El restante es poco, muy poco, el acumulado es mucho, muchísimo. Tanto, que nuestras cabezas son incapaces de recordarlo todo. A partir de ahí, sí todo es relativo. Todo se dilata o se encoge, pero nos da igual. Alberto ya lo dijo. Ahora todo el mundo lo sabe. Lo que no todo el mundo sabe, es que nuestra siguiente jugada, no tiene tiempo.

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Mónica ha vuelto a verme. Nos sentamos en un rincón de la sala y me mira. Siempre la mesa en medio de los dos. Ahora sin su bata parece otra persona. Sigue viniendo a verme, como si de un ritual se tratara. Tengo la sensación de que piensa que tiene algo pendiente conmigo. Es como si no se pudiera deshacer de mi fantasma. Después de tanto tiempo de tratamiento insiste en hablarme. Es como insistir en que la hable. Me mira. Sonríe. Es verano. La tez de su cara esta morena. Sus pómulos, sus mofletes y su nariz se muestran definidos por el juego volumétrico de la piel morena. Sus dientes blancos aparecen por debajo de sus suaves labios. Mira sus manos. Gira la cabeza. Mira por la ventana. Me cuenta cosas de ella. Hace días que lo hace. Ya no es la enfermera. Es la persona. Sabe que la escucho. Detiene su discurso. Vuelve a hablar. Soy el que la escucha. Su vida no le interesa. Hace tiempo que no le interesa. Se cambiaría por mí en este mismo instante. Realiza una dilatada pausa. Quizás es el final de la conversación. No es un monólogo, es una conversación. Hablo escuchando. Hablo con silencios. Le doy su tiempo. Mira al infinito. Retiene las lágrimas en sus ojos. Traga saliva con dificultad. Me levanto. Esquivo la mesa. Arrastro mi silla hasta su lado. Me siento. La miro de más cerca. Me sonríe. Una sonrisa mueca. Cojo sus manos. Están frías. Como muertas. Las froto. Suavemente. Como me hacía mi madre de pequeño. Hundo mis labios en su mejilla y le doy un beso. Un beso suave. Lento. Vuelve a aparecer la sonrisa mueca, forzada. Le doy un abrazo. Me abraza con fuerza. Le hablo. Le susurro a la oreja. Le susurro que la quiero. Le susurro que daría todo por un beso suyo. Vuelve a sonreír. De sus ojos inundados caen lágrimas que atraviesan sus mejillas. Frena su recorrido con los dedos, en un gesto suave de niña. Sonrío, ahora yo, con una mueca. Me abraza. Moja mi cara con sus lágrimas. Una caricia de sus manos, seca mi cara. Detiene su gesto. Me besa. Sonríe. Sonreímos. De verdad. Con los labios y con los ojos. Aprieto sus manos. Susurro palabras de complicidad. Nunca volví a ver a Mónica.